David Solar | 16 de julio de 2019
La Unión Soviética y Estados Unidos llevaron al espacio la lucha por demostrar la superioridad de sus respectivos bloques geoestratégicos.
“Ante la opinión pública mundial, el primero en el espacio significa el primero. Punto. El segundo en el espacio significa el segundo en todo”, escribía el vicepresidente estadounidense Lyndon B. Johnson a su presidente, John F. Kennedy, el 28 de abril de 1961, 14 días después de que Yuri Gagarin se convirtiera en el primer astronauta de la historia. Al margen de la situación en que se hallaran las investigaciones científicas y tecnológicas de Estados Unidos y de la Unión Soviética, en la batalla propagandística de la Guerra Fría los soviéticos iban primero y los estadounidenses parecían “segundos en todo”.
La carrera había comenzado el 4 de octubre de 1957, cuando la URSS lanzó el Sputnik I. “Se trata del primer satélite artificial del mundo (…) Puede observarse a los rayos del sol naciente y poniente por medio de los instrumentos más sencillos”, publicaba la agencia soviética Tass. El éxito tuvo una inmensa respuesta mediática: en torno a la Tierra orbitaba un satélite artificial ruso, por mucho que el presidente de los Estados Unidos, Dwight Eisenhower, lo banalizara: “No es para tanto. Solo han logrado poner una pequeña bola en el aire”.
El presidente no podía alardear de que contaba con el Júpiter C, un misil de cuatro fases probado secretamente que, utilizando sus tres primeras fases y portando una ojiva de 9 kilos, se elevó 1.057 kilómetros; con la cuarta fase habría entrado en órbita.
Con todo, Eisenhower urgió que se activara la investigación pero, antes de que experimentara algún avance, Moscú volvió a asombrar al mundo con el Sputnik II, un ingenio de 509 kilos, tripulado por la perrita Laika, que orbitó la Tierra 2.367 veces en 24 semanas. Luego se sabría que Laika apenas vivió para abandonar la atmósfera.
Washington igualó la situación a comienzos de 1958 con los lanzamientos del Explorer I y del Vanguard (continúa en órbita). Pero aquella primavera la URSS puso en órbita el Sputnik III, de 1.325 kilos, y en otoño Estados Unidos fundó la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio, la NASA, que aunó esfuerzos y dispuso de un presupuesto de 89 millones de dólares, cifra considerable pero una minucia ante los 5.900 millones de la década siguiente. En el mundo comenzó a hablarse de la carrera espacial.
Y esa pugna se convirtió en clave de propaganda política: Moscú trataba de situar las cumbres y las giras de sus dirigentes al rebufo de sus lanzamientos espaciales, mientras en Washington era argumento en la batalla por la presidencia: John F. Kennedy la utilizó en 1960 para ganar puntos frente a Richard Nixon, acusándolo de haberlos sumido en el ridículo con el retraso espacial y puesto en peligro su seguridad frente al avance de los cohetes intercontinentales soviéticos.
Ya presidente, Kennedy se implicó de lleno en la carrera, en la que cobró cierta ventaja con los vuelos suborbitales de Alan Sephard y de Guss Grissom y el orbital de John Glenn. Eso le permitió decir, poco antes de su asesinato (noviembre, 1963): “Todo lo que hagamos debería estar realmente vinculado a llegar a la Luna antes que los rusos (…) de otra manera no tendría sentido gastar tanto dinero (…) No estoy interesado en el espacio, estamos compitiendo con la URSS y, gracias a Dios, en lugar de hallarnos dos años detrás de ellos, les hemos adelantado”.
Si no era evidente tal superioridad, al menos interesaba a sus compatriotas: en 1960, ni a un 20% le importaba la carrera espacial; cuando falleció, un 33% apoyaba los gastos espaciales. Dos años después, ya con Lyndon B. Johnson y con los éxitos del programa Apolo, los partidarios subieron al 58%.
Mediada la década de los sesenta, Estados Unidos tomó clara ventaja: sus vuelos espaciales se convirtieron en rutinarios: James Lovell entró en órbita cuatro veces y permaneció en el espacio 700h. 50’43”; Charles Conrad, Walter Schirra, Thomas Stafford y John W. Young viajaron y regresaron tres veces. Comenzaron los paseos espaciales; el Gemini XI se acopló a un cohete en el espacio… Hasta el fantástico éxito del Apolo 11 de hace medio siglo.
Aunque todavía no pudiera percibirse, la victoria estadounidense en la carrera espacial fue decisiva en la Guerra Fría.
Javier Casado, ingeniero aeronáutico y divulgador científico, nos habla de la llegada a la Luna, de los hombres que permitieron dar aquel «gran salto para la humanidad» y de las posibilidades de regreso a nuestro satélite.